LA GRIETA DIGITAL 11

SEPTIEMBRE OCTUBRE 2013

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PARODIA, POLÍTICA Y TEATRALIDAD (PPT)


por Fernando Alfón

Solemos decir que Lanata hace espectáculo, pero lo decimos en sentido despectivo, para descalificarlo. Digámoslo, por un momento, en sentido descriptivo. El panorama se abre.
Un resabio iluminista nos impide aceptar el espectáculo como parte de la política. Creemos que, hecha exclusivamente de razones y realidades empíricas, todo lo que sea fantasía y teatralidad es una «degradación» de la política, una «banalización». Quizá sea esto lo banal: excluir la ficcionalización de la vida pública. Los griegos lo sabían bien y asistían expectantes al teatro, para «formarse». El teatro era una cuestión de Estado; y hoy lo sigue siendo, solo que se mudó a la televisión y está bajo sospecha. La razón no es compleja: la política precisa también de su representación. La negación de la dimensión teatral de la política, a menudo se logra adoptando una actitud actoral, saturada de emotividad y patetismo. El Estado es una realidad demasiado relevante en nuestras vidas como para no ser representada; de aquí que un Estado sin teatro es caldo de cultivo al vodevil y la opereta. Pero el teatro no se opone a la realidad: a menudo la constituye. En Hamlet, los protagonistas solo se pueden ver realmente en el momento de la teatralización: la obra contiene en su interior una obra de sí misma.
Lanata no pretende mostrar lo real, porque la realidad solo le interesa como insumo de la ficción, a la que sí parece conocer mejor y saber los réditos que le depara. No digo que sea un buen comediante, digo, apenas, que conoce bien la industria de la telenovela. La  verdad en Lanata es la «verosimilitud», que es una categoría de la retórica, más que de la política. El problema que hay con su programa, entonces, es que nos habla como comediante y se le responde como periodista. El círculo cierra perfecto para él, pues su comedia es la representación del periodismo de investigación. Su show se llama «Periodismo...» Toma lo que se dice «seriamente» de él y lo pasa por la maquinaria de la representación. Los materiales son periodísticos, el resultado es de novela: mezcla de policial negro con documental yanki; un poco stand up, un poco de Kent Brockman.
Pero el hecho de que solo le importe la ficción no puede ser encarado con indignación: debe ser encarado con una buena teoría de los géneros literarios. No digo esto con sorna, pues me parece que, en tanto género literario, la parodia es una cosa seria, justamente por su relación estrecha con la política. Veamos.
No es posible que un político crea estar exento de un ataque paródico. Es el riesgo de la exposición pública. Uno puede ser una celebridad, pero un buen comediante se puede encargar de persuadirnos de lo contrario. La risa enseña las sombras y con ellas se ensaña. La parodia trabaja con las apariencias de la personalidad, pero vulnera el fondo de la persona; tiende a desnudarla y lo logra con creces cuando el artista es bueno (no buena persona). Esto es fundamental, porque creemos que a Lanata lo vamos a desenmascarar porque somos «buenas personas», cuando el acto de desenmascarar es de orden estético, antes que ético.  Lanata hace ficción, y la ficción tiene sus reglas —digamos, con Oscar Wilde, amorales.
El que parodia lastima, pero tiene antídoto; como ciertos envenenamientos: se cura con veneno. Para que no se mal entienda: la parodia se enfrenta con parodia. Esto también parece haberlo comprendido bien Lanata, que no esperó a que alguien del gobierno lo copie, le pagó a uno de sus propios comediantes para que haga de Lanata. Mientras tanto, se le sigue respondiendo con pruebas y documentos, es decir, con realidad y más realidad, todas las cosas que el parodiador necesita para perpetuar su ficción.
En una célebre antología fantástica, leemos que los Podestá recorrían la provincia de Buenos Aires representando piezas gauchas, en tiempos en que ya no quedaban montoneras. En San Nicolás, tierra del famoso Hormiga Negra, creyeron oportuno representar una versión del héroe local, pero en vísperas de la función, un sujeto ya entrado en años, de mirada torva y restos de valor en la garganta, se presentó en la carpa y advirtió: «Andan diciendo que uno de ustedes va a salir el domingo delante de toda la gente y va a decir que es Hormiga Negra. Les prevengo que no van a engañar a nadie, porque Hormiga Negra soy yo y todos me conocen».
El teatro no es un hijo tonto de la gran familia política. Un gobierno debería comprender bien la gramática del espectáculo, no para reírse de todos, sino para saber cómo funciona la risa en torno a él, para que esa risa no salte de las butacas a las urnas. El teatro es parte constitutiva de la política, pero no puede reemplazarla. Todos los domingos se representa en la tele una versión ficcional de Néstor Kirchner. No basta con decir, a lo Hormiga Negra, que ese que se va a representar no es el que es. Si echamos una ojeada a la historia del arte, ya veremos lo fácil que se prestan a la burla las perspectivas realistas.

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