por Fernando Alfón
Solemos decir que Lanata
hace espectáculo, pero lo decimos en sentido despectivo, para descalificarlo.
Digámoslo, por un momento, en sentido descriptivo. El panorama se abre.
Un resabio iluminista nos impide aceptar el espectáculo
como parte de la política. Creemos que, hecha exclusivamente de razones y
realidades empíricas, todo lo que sea fantasía y teatralidad es una
«degradación» de la política, una «banalización». Quizá sea esto lo banal:
excluir la ficcionalización de la vida pública. Los griegos lo sabían bien y
asistían expectantes al teatro, para «formarse». El teatro era una cuestión de
Estado; y hoy lo sigue siendo, solo que se mudó a la televisión y está bajo
sospecha. La razón no es compleja: la política precisa también de su
representación. La negación de la dimensión teatral de la política, a menudo se
logra adoptando una actitud actoral, saturada de emotividad y patetismo. El
Estado es una realidad demasiado relevante en nuestras vidas como para no ser
representada; de aquí que un Estado sin teatro es caldo de cultivo al vodevil y
la opereta. Pero el teatro no se opone a la realidad: a menudo la constituye.
En Hamlet, los protagonistas solo se pueden ver realmente en el momento de la
teatralización: la obra contiene en su interior una obra de sí misma.
Lanata no pretende mostrar lo real, porque la realidad
solo le interesa como insumo de la ficción, a la que sí parece conocer mejor y
saber los réditos que le depara. No digo que sea un buen comediante, digo,
apenas, que conoce bien la industria de la telenovela. La verdad en Lanata es la «verosimilitud», que
es una categoría de la retórica, más que de la política. El problema que hay
con su programa, entonces, es que nos habla como comediante y se le responde
como periodista. El círculo cierra perfecto para él, pues su comedia es la
representación del periodismo de investigación. Su show se llama
«Periodismo...» Toma lo que se dice «seriamente» de él y lo pasa por la
maquinaria de la representación. Los materiales son periodísticos, el resultado
es de novela: mezcla de policial negro con documental yanki; un poco stand up,
un poco de Kent Brockman.
Pero el hecho de que solo le importe la ficción no puede
ser encarado con indignación: debe ser encarado con una buena teoría de los
géneros literarios. No digo esto con sorna, pues me parece que, en tanto género
literario, la parodia es una cosa seria, justamente por su relación estrecha
con la política. Veamos.
No es posible que un político crea estar exento de un
ataque paródico. Es el riesgo de la exposición pública. Uno puede ser una
celebridad, pero un buen comediante se puede encargar de persuadirnos de lo
contrario. La risa enseña las sombras y con ellas se ensaña. La parodia trabaja
con las apariencias de la personalidad, pero vulnera el fondo de la persona;
tiende a desnudarla y lo logra con creces cuando el artista es bueno (no buena
persona). Esto es fundamental, porque creemos que a Lanata lo vamos a desenmascarar
porque somos «buenas personas», cuando el acto de desenmascarar es de orden
estético, antes que ético. Lanata hace
ficción, y la ficción tiene sus reglas —digamos, con Oscar Wilde, amorales.
El que parodia lastima, pero tiene antídoto; como ciertos
envenenamientos: se cura con veneno. Para que no se mal entienda: la parodia se
enfrenta con parodia. Esto también parece haberlo comprendido bien Lanata, que
no esperó a que alguien del gobierno lo copie, le pagó a uno de sus propios
comediantes para que haga de Lanata. Mientras tanto, se le sigue respondiendo
con pruebas y documentos, es decir, con realidad y más realidad, todas las
cosas que el parodiador necesita para perpetuar su ficción.
En una célebre antología fantástica, leemos que los
Podestá recorrían la provincia de Buenos Aires representando piezas gauchas, en
tiempos en que ya no quedaban montoneras. En San Nicolás, tierra del famoso
Hormiga Negra, creyeron oportuno representar una versión del héroe local, pero
en vísperas de la función, un sujeto ya entrado en años, de mirada torva y
restos de valor en la garganta, se presentó en la carpa y advirtió: «Andan
diciendo que uno de ustedes va a salir el domingo delante de toda la gente y va
a decir que es Hormiga Negra. Les prevengo que no van a engañar a nadie, porque
Hormiga Negra soy yo y todos me conocen».
El teatro no es un hijo tonto de la gran familia
política. Un gobierno debería comprender bien la gramática del espectáculo, no
para reírse de todos, sino para saber cómo funciona la risa en torno a él, para
que esa risa no salte de las butacas a las urnas. El teatro es parte
constitutiva de la política, pero no puede reemplazarla. Todos los domingos se
representa en la tele una versión ficcional de Néstor Kirchner. No basta con
decir, a lo Hormiga Negra, que ese que se va a representar no es el que es. Si
echamos una ojeada a la historia del arte, ya veremos lo fácil que se prestan a
la burla las perspectivas realistas.
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