Por Matías David López
Criticar y pegarle a
Feinmann parece, ya a esta altura, un ejercicio fácil. El progresismo y la
izquierda que siguen en el día a día a los medios y sus operadores se indignan
a menudo con Eduardo. En las carreras de periodismo, en charlas, talleres y
otros espacios de formación y debate sobre medios y derechos humanos, libertad
de expresión y medios, política y medios, etc., no suelen faltar algunas (o
mejor, muchas) risas irónicas y hasta carcajadas para demostrar la
diferenciación, la indignación, el fastidio, el rechazo cuando se proyecta
algún video de cómo Eduardo Feinmann –“el Feinmann malo”, se llega a decir-
(mal)trata, literalmente, sin muchas vueltas a algún entrevistado.
El periodista se monta
seguido en algunas peleas y cuestiona a jóvenes estudiantes que se ponen a
luchar, a padres que defienden a los estudiantes que protestan –el lugar de los
adultos responsables es el lugar en que suele encontrar la “raíz” de los
problemas, el origen de la falla-, a los que consumen drogas, a los que
cuestionan la penalización actual de los consumidores de drogas, a los
laburantes que cortan una calle por un reclamo y así sigue… Ese mal-trato es su
forma de tratamiento y abordaje temático. En este breve artículo, al tomar a
este personaje mediático “polémico” temo caer en eso que quiero cuestionar.
Creo que voy a caer pero espero levantarme.
Bastante seguido luego del
arranque formal de una entrevista, Eduardo Feinmann comienza con un bardeo de
preguntas, un examen o un interrogatorio al que tiene enfrente o en pantalla
partida. Por ejemplo a los estudiantes les pregunta irónico: “¿Dónde queda
Comodoro Rivadavia?”, “¿Cuándo fue elegido Raúl Alfonsín?”, “¿Cuántos fueron
los chicos desaparecidos en La Noche de los Lápices?”… luego imparte sentencia:
“¡Volvieron los nenes tomadores de colegios!” anuncia, soberbio, el periodista
de C5N y Radio 10.
Feinmann no construye la
retórica del periodista que no conoce y buscar comprender. Su postura es un
gesto de verdad. Sí entiende lo que pasa y no comparte la lógica de juntarse
colectivamente para reclamar y buscar cambios. Desde su concepción, nada bueno
puede salir de un pendejerío puesto en acto dentro de un colegio. Para él ser
parte de las instituciones es pasar y no chistar. Todo se cierre en “andá a
estudiar”. En ese sentido, Feimmann no la caretea: desacuerda, bardea, insulta
–“son unos conchudos”, una de sus máximas barderas-. Nada de neutralidad, nada
del mito de la objetividad periodística: confrontación y litigio. “La toma es
un delito”, “estos nenes sin pichones de piqueteros”, “con tal de no estudiar,
cualquier cosa”. “vas a ser adulto para votar, entonces vas a ser adulto si te
tienen que condenar”, según Feinmann actualmente a los 16 años “hay
imputabilidad en joda”.
En su confrontación hay
conceptos que entrar a jugar pero en el que no caben las diferencias: de lo que
es lo público, de lo que es ser adolescente, de lo que es hacer lo correcto. En
el orden discursivo que construye, Feinmman emprende día a día una batalla
ideológica. Pero cabría agregar que esos conceptos son afectos y efectos:
posiciones del sujeto, decisiones políticas y estrategias de acción. Para
Feinmann estas se cierran en el orden y funcionamiento. Para él, como para
muchos funcionarios.
Una primera conclusión.
Esta forma de ejercer el periodismo vulnera los derechos de los jóvenes que
Feinmann estigmatiza, ya sea porque luchan por la educación pública y de
calidad, porque tienen contacto con las drogas o porque tienen conflictos con
la ley… En este sentido, hay que ser
claros y precisos sobre ese efecto para denunciarlo.
Segunda conclusión,
vinculada con la anterior, el odio que ejerce Feinmann se funda en sostener un
reparto desigual, en seguir abonando una sociedad de los pocos. Aunque en sus
programas se muestra como un repartidor equitativo de la palabra, él siempre
tiene la última palabra que cierra sentidos, que sostiene la separación y el
castigo “anti-pibe”. En este sentido no parece lo mejor decir que para odiar
hay que querer. El odio es, en esta posición, un paso necesario para sanear la
sociedad.
Quizá sea preferible tomar
a Feinmann no como un representante de un pensamiento “de derecha” -esa es la
salida más fácil, menos conflictiva, apacible y tranquilizadora para aquellos
que no son derecha como él-, sino como sujeto que con su agencia conecta con
las agencias de otros que ocupan diferentes posiciones para arriba, para abajo
y para sus costados también. Y ahí está el problema –político-: cuando un
discurso mediático no organiza la realidad y el mundo por entero sino que se
inserta –ocupando un espacio fundamental en la construcción de imaginarios- con
otros discursos sociales que también estigmatizan, también criminalizan,
también castigan, también producen separación y odio.
¿Acaso eso no pasa también
con el “discurso jurídico”? ¿No es también esa la propuesta del gobernador
Scioli y su nuevo ministro de seguridad Granados para “mejorar el espacio
público”, con más “patrulleros y cámaras de seguridad”? ¿No se conecta con la
acción de desplegar gendarmes por las calles
para “combatir la inseguridad”, propuesta por el Secretario de Seguridad
de la Nación Berni? Acaso el fogoneo que muchos medios realizan sobre los
reclamos por la inseguridad que llevan adelante varios sectores sociales ¿no se
enlaza con ciertos sentidos previos, que se actualizan a cada rato? Estas
demandas de control y castigo se encuentran en formas sutiles y en formas nada
sutiles, brutales como lo hace Feinmann.
No es un juego de qué va
primero, si el discurso mediático u otro discurso o cuál tiene más poder, sino
de comprender la complejidad que existe cuando distintos discursos, sujetos y
acciones que ocupan lugares diferentes en las fabricación de sentidos sociales,
se enlazan para pedir más policía y, por lo tanto, menos política.
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